Olinda Silvano o la metáfora de la resiliencia de la cultura amazónica

Texto y fotos: César Chaman

1.

LA PRIMERA VEZ QUE OLINDA SILVANO se presentó para solicitar una visa con la idea de viajar a Norteamérica, la funcionaria que la atendió en la embajada le devolvió el pasaporte en blanco, sin darle mayores explicaciones.

“Vuelve a intentarlo, eso fue todo lo que me dijo”, recuerda Olinda, esta mañana fresca de enero, frente a un manojo de pulseras que ha trabajado con mostacilla, en el segundo piso de su casita en el barrio shipibo-conibo de Cantagallo.

“Para mí, la pandemia es una cosa triste; pero también motivo de alegría”, sintetiza la artista, presidenta de la asociación de artesanos y folcloristas El Ayllu.

En el recuento de estos dos años inéditos, retrocede hasta el encierro de la primera cuarentena –la de marzo del 2020 hacia adelante–, cuando su vecindario amanecía y se echaba a dormir con vigilancia policial. Y entreteje la memoria con remembranzas de las madres a las que pudo apoyar para que alimentaran a sus hijos en aquellos días cuando casi nadie podía poner un pie en la calle.

Frente al mercado de flores de la Vía de Evitamiento, Cantagallo es un enclave difícil de describir en el contexto de una metrópoli como Lima: en callecitas de trazo irregular, decenas de familias ocupan módulos de madera y construcciones de material noble a medio avanzar, nada muy diferente de otros asentamientos marcados por la pobreza.

Sin embargo, acá todas las fachadas están pintadas con imágenes de árboles, ríos y animales, en tonos verdes, rojos, azules y amarillos que remiten a la espesura del bosque, un manto tejido a punta de pincel para ocultar el gris de una comunidad sin servicios básicos. Y, de tramo en tramo, las líneas del infaltable kené.

“No entendíamos bien qué era una pandemia, qué enfermedad venía”, añade, con las manos extendidas para remarcar la dimensión de su incertidumbre. En Cantagallo, ella y las madres a las que había organizado para elaborar artesanías creyeron que en dos semanas y pico el problema estaría resuelto.

Escucharon con atención la noticia del primer confinamiento y se prepararon para ello. “Y nosotros dijimos: Bueno, pasaremos acá los 15 días”. En ese momento, no imaginaban que las penurias comenzarían con la extensión de la cuarentena, sin la posibilidad de vender bordados y mostacillas, cuando las alacenas empezaran a vaciarse.

Una mañana, alguien tocó la puerta de la familia Silvano. “Era una mamá que vino a decirme: ‘Olinda, no tengo qué comer’. Estaba llorando porque no podía salir a vender –explica–. Yo le dije: ¡Cálmate, vamos a ofrecer por Facebook, por Instagram!”.

La comunidad shipibo-conibo de Cantagallo se fortalece, tras el incendio que la destruyó en 2016.

2.

Muralista y bordadora, dirigente comunal, promotora de la cultura amazónica y defensora de los derechos de las poblaciones nativas, Olinda se sabe indígena en una ciudad que discrimina sin remordimientos: “Hablaremos otra lengua, pero también somos peruanos”.

La segunda vez que pidió cita para la visa, sus amigas le dijeron: “Vete bien vestida, te prestamos reloj caro”. Más delgada que hace unos años, por efecto de una diabetes que se trata a medias en el centro de salud de Piedra Lisa, Olinda se negó a dejar la blusa shipiba de color celeste chillante que le recuerda al cielo de Paoyhán, en el Bajo Ucayali, y la falda con diseño kené, esa suerte de resumen geométrico del universo amazónico.

–Yo siempre camino con mi atuendo, no puedo engañarme a mí misma y ponerme taco y saco, creerme que tengo dinero, porque no lo tengo. 

–¿Y te dieron la visa?

–Yo dije: Si me dan, bienvenida. Y si no me dan, qué voy a hacer.

Esa vez, contenta, regresó de la embajada con el pasaporte correctamente visado.

En marzo del 2020, Olinda estaba a un paso de debutar como cantante en el Gran Teatro Nacional, como parte de ‘Retablo Amazónico’. Había ensayado por semanas y sabía de memoria cómo debía sentarse en el escenario, cómo entrarían los bailarines convertidos en monos y loros. “Y el kené brillaría así, frente a la platea”, imagina, abriendo a tope sus ojos rasgados.

“Yo iba a cantar en el Gran Teatro, pero el 16 de marzo cortaron todo por la pandemia. Para mí fue una gran decepción; pensé que iba a recibir mi propinita para avanzar mi casa”, detalla, antes de enumerar todas las posibilidades que se cerraron por el coronavirus: una invitación para pintar un mural en la Universidad Nacional Autónoma de México, convocatorias para Canadá, Inglaterra y Dubái, y dos viajes a Brasil: Río de Janeiro y Sao Paulo.

“Después me sale este viaje a Bello Horizonte, en 2020 –puntualiza–; y faltando una semana, la chica me dice: Todos están contagiados y está cerrado el aeropuerto”.

Hija del bosque, Silvano sabe de resiliencia. Y, con gratitud, también hace un listado de todas las oportunidades que sí llegaron a concretarse en los últimos años, algunas de ellas incluso en medio de la pandemia: Rusia, Madrid y Valencia en España, Brasil, México, Canadá, Estados Unidos.

“Me gustaría ayudar a las mujeres artesanas en todo, en sus viajes. Porque yo, cuando empezaba, no me dieron oportunidad. Yo empecé a viajar con mi propio recurso, pidiendo préstamo. Primero fui a México y abrí camino. Después me llamó Promperú, después Canadá, ya con mis pasajes pagados”, reflexiona Olinda.

“Cuando no eres nada, el Estado no te valora, no te abre el camino, tienes que abrir camino tú mismo, primero. Pero no debería ser así: si a alguien le están invitando, entonces el Estado debería decir: Uy, acá hay una invitación, le voy a ayudar”.

«Yo empecé a viajar con mi propio recurso, pidiendo préstamo», relata Olinda.

3.

Ronin, el hijo de Olinda, está tendido en el piso de una habitación contigua a la sala, pintando en un lienzo con tintes naturales. Es él quien menciona al ‘comando Matico’, un grupo de paisanos que se organizó con el propósito de enviar a Cantagallo las hierbas para atenuar los malestares de la covid-19: para la fiebre, para el dolor de barriga, para los mareos, para calentar los huesos.

“La voz es energía”, agrega Silvano, al relatar lo débil que se sintió cuando fue alcanzada por el coronavirus. En esas tardes de escalofrío, Olinda guardaba silencio y fuerzas mientras sus vecinas le frotaban los brazos y las piernas con eucalipto y sahumaban los ambientes de la vivienda con plantas recolectadas en la selva.

Nativa shipibo-conibo, la artista entiende su ser como una dualidad dialogante: con el virus minando su organismo, el yo corporal afiebrado conversaba con el espíritu de la mujer-dirigente. “Mi cuerpo no funcionaba, pero mi espíritu estaba allí, diciendo ‘Olinda, levántate’, ‘Olinda, se fuerte’. Mi mano estaba paralizada. Y entonces yo me decía: ‘Soy Olinda, me levanto, soy fuerte’. Pero mi mano seguía débil”. 

No está claro si, en esa etapa, a ella sus manos le preocupaban más que sus pulmones. Lo suyo era, en todo caso, una versión más del dilema por el que transitaron miles de hombres y mujeres en los primeros meses de la crisis sanitaria: morir de covid o morir simbólicamente de hambre.

“El arte es terapia, es todo”, enfatiza, para valorar de inmediato los cuidados que recibió de Ronin: “Si mi hijo me hubiera visto ‘así no más’, seguro que yo me iba”. Y, en voz alta, agradece también a Harry Chávez, a Christian Bendayán y a sus amigos del extranjero que hicieron una colecta para comprarle oxígeno, el décimo sexto elemento de la tabla periódica que podía marcar la diferencia entre sobrevivir o terminar en una bolsa de plástico.

“Me ponían oxígeno y eso me abría los pulmones. Me sacaban oxígeno, me pasaban hierbas y eso me abría las vías respiratorias. A las 5:00 de la tarde sentí que mi cuerpo empezaba a responder, estaba reviviendo”. El de Olinda es un relato con salpicaduras; los detalles construyen el contexto, la hora es tan importante como la fecha y los personajes orquestan sus énfasis para reforzar el resultado de fondo: resistió.

“Después que me salvé, vino a mi casa el señor Neyra”. Al ministro de Cultura, Olinda Silvano le reclamó por la situación del pueblo indígena. “¿Qué hace en la ciudad? Vaya a la Amazonía, a la Sierra, allá donde no llegan ni los medicamentos ni los alimentos”, le dijo. “Después le canté y, cuando me agarraron para ir adentro, me desmayé”.

Habilitar un taller-galería en el primer piso de su vivienda es el proyecto de Olinda Silvano para 2022.

4.

En Cantagallo, las mascarillas han salvado vidas en todo sentido. Con los contactos de Olinda, las artesanas recibieron el apoyo de la municipalidad de Lima –materiales y tela– y de emprendedores como Pepe Corzo para confeccionar tapabocas. Con algo de temor, pues no tenían asegurada la venta, las madres del barrio shipibo se animaron a preparar 250 mascarillas entre mayo y junio del 2020. No les quedó ninguna.

“¡Después nos agarró la ambición! –confiesa Silvano, con una carcajada traviesa–; hicimos 850 mascarillas más, pero fue con tecnología: para terminar más rápido, las mamás solo bordaban el filo”.

Y con parte de esas ganancias, compraron algunos teléfonos móviles para que los niños participaran en las clases por internet. “Una mamá puede tener un celular, pero con tres o cuatro hijos, ¡cómo van a estudiar, pues! Algunos no tienen ni tele, o tienen una, pero son varios chicos”.

‘Made in Cantagallo’, todas las mascarillas del barrio shipibo llevan diseños del kené. “Eran de tela negra, marrón, rojo, celeste. ¡Y vendimos! Nos pedían por Facebook, por Instagram: ‘Olinda, quiero 50’, ‘Olinda, quiero 20’. El Ministerio de Cultura nos ayudó mucho en esa etapa”, reconoce la dirigente. Entonces, hasta los jóvenes comenzaron a bordar mascarillas para sostener a sus familias.

A solo unas cuadras del cerro San Cristóbal y del Congreso de la República, aquí nadie tiene –todavía– título de propiedad. Tampoco agua potable, ni desagüe. Para las elecciones generales de 2021, a Olinda Silvano le ofrecieron un puesto en una lista de candidatos al Parlamento, sin embargo, ella rechazó la propuesta: no se sentía preparada. “En campaña nos prometen tantas cosas –advierte–, pero después nunca cumplen”.

Así como hay un Barrio Chino en Lima, ¿por qué no promover un Barrio Shipibo, con arte, talleres, galerías, gastronomía y cultura viva?, sueña y piensa en voz alta. “Espero que el Estado reconozca nuestra comunidad de Cantagallo como patrimonio cultural y que nos den el título de propiedad. No importa que no nos hagan la casa; ya lucharemos con nuestro arte para poner ladrillo por ladrillo o para levantar nuestras casas de madera”.

“No queremos el edificio, queremos humildemente que nos acepten –resume Olinda Silvano, embajadora del arte popular sin cartas credenciales, hablando ahora con toda energía–. Yo digo: ¡Señor Pedro Castillo, quiero una audiencia con usted para poder hablar de nuestro predio!”.

Collares con semillas elaborados por las artesanas de Cantagallo.

(FIN/Ensayo General)

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