Entrevista: César Chaman
El historiador Jesús Cosamalón presentó recientemente la segunda edición de ‘El apocalipsis a la vuelta de la esquina. Lima, la crisis y sus supervivientes (1980-2000)’ (Fondo Editorial PUCP, 2023), un análisis detallado sobre el fenómeno del comercio informal en las dos últimas décadas del siglo XX y su relación con la crisis del Estado, al que incorpora –ahora– una mirada teórica al ambulantaje en el contexto de la pandemia de covid-19.
“¿Cuándo no hemos estado en crisis?”, interpela el autor, cuando se le pide comparar el período de los 80 y la actualidad. La pregunta no es la apertura del diálogo con Ensayo General, sino una suerte de desembarco inevitable, tras reflexionar en torno a las dimensiones y complejidades del comercio ambulatorio, esa actividad refugio de la que dependen millones de peruanos y extranjeros.
Docente en la PUCP, el doctor Jesús Cosamalón partirá en breve hacia Europa, como ganador de una de las tres cátedras para ser profesor invitado en el periodo enero-marzo 2024 en el Instituto de Altos Estudios de América Latina de la Sorbonne Novelle, en París.
Crítico de la ‘idea victoriosa’ del emprendimiento, el autor opina que el ambulantaje es el sello de la cultura urbana de Lima y el Perú. En la vía pública, el ejército de vendedores de jugos, sándwiches y otros productos refleja una realidad: “Existe no solo una oferta de estos productos, sino también una cultura de comprar en la calle que compartimos los peruanos”. La siguiente es la conversación completa.
A propósito de la primera edición de ‘El apocalipsis a la vuelta de la esquina’, usted sostenía que la historia sirve también para explicar el presente. El fenómeno del comercio informal en el período 1980-2000 tiene diferencias y similitudes con el actual. ¿Qué cambios percibe entre esos dos momentos?
–Hay aspectos que se mantienen y otros cambian. Por ejemplo, el comercio informal –el ambulantaje, sobre todo–, sigue siendo una ocupación que congrega a migrantes: en los años 80 eran migrantes internos y hoy es un ‘lugar’ de trabajo que congrega a muchos migrantes venezolanos. Eso es algo nuevo. Pero también, hasta cierto punto, recuerda lo que pasó a principios del siglo XX, cuando la población china y japonesa en Perú –muchos de ellos– trabajaba en las calles: los emolienteros eran japoneses, los vendedores de raspadillas eran asiáticos. Otra cosa que ha cambiado también es que ahora hay una mayor conciencia de la importancia del ambulante en la cadena de distribución. En algunos casos, la idea central ya no es simplemente ‘sacarlos’, sino reconocerles un lugar.
En la nueva edición de ‘El apocalipsis a la vuelta de la esquina’ hay un capítulo dedicado a explorar ideas respecto de lo que ocurrió en la pandemia. Y la pregunta que uno puede hacerse es “¿Qué hubiera pasado con todos nosotros, que teníamos necesidad de comprar mascarillas y una serie de productos, si no hubiera sido por los ambulantes, si hubiéramos estado expuestos básicamente al monopolio de las farmacéuticas?”. Los ambulantes distribuían mascarillas, alcohol, desinfectantes, etcétera, desahogando hasta cierto punto esos mercados y, en el fondo, rompiendo un monopolio. En un primer momento, las cadenas especulaban con los precios de las mascarillas y del alcohol. Entonces, refiriéndonos al ambulantaje, eso es nuevo: el que se le pueda reconocer mucho más fácilmente un lugar dentro de la cadena de distribución de mercancías.
Junto con estos factores económicos, comerciales, de trabajo, percibo que en el contexto del fenómeno informal existe hoy otro elemento clave: las mafias del cobro de cupos por los espacios de trabajo. ¿Cómo se incorpora este elemento al análisis del tema?
–Algo de eso había en los años 70, en los 80, aunque no en la escala actual. En la primera edición del libro aparece, por ejemplo, la referencia de que, en temporada de Navidad, en el Jirón de la Unión se lotizaba la calle, se negociaba el espacio. El asunto no llegaba al nivel de violencia que tenemos hoy, por supuesto; en las fuentes de investigación no hay mayores referencias a asesinatos o a cosas tan graves. Sin embargo, anteriormente la mafia o la corrupción estaba muy asociada a las municipalidades, porque ellas no tenían derecho de cobrar por la calle pues no existía una reglamentación al respecto. El uso de las calles es público y libre y algunos municipios cobraban la llamada sisa, que era este derecho a ocupar la vía pública y que era utilizado indebidamente. Y los propios municipios utilizaban ese ‘negocio’ en todas partes. Sobre todo en época de Navidad ocurrían estos fenómenos de ‘lotización’ y ‘venta’ de la calle, pero nunca llegó a los niveles actuales que tienen que ver ya con una ‘industria del cobro de cupos’ y con la extorsión.
Desde siempre, la gente que pierde el trabajo ve en el comercio informal una oportunidad para sobrevivir. ¿Cómo se reconfigura esa posibilidad en un contexto de extorsión, sicariato y muerte? ¿Sigue siendo el comercio informal una opción para ‘ganarse la vida’?
–Sí. Pero, además, los tiempos recientes han traído una novedad: el uso de los canales virtuales para la venta. Digamos que ahora hay un ‘comercio informal virtual’. Muchísimas personas empezaron a hacer negocios por internet, a vender cosas, sobre todo en la etapa de la pandemia en que la gente perdía el empleo o las empresas entraban en suspensión perfecta o los ingresos bajaban, en general, por razones ya conocidas. Se abrió un mercado nuevo de servicios, de ofrecimiento, de emprendimiento, como se suele decir ahora…
Virtual pero igualmente informal…
–Claro, porque en muchos casos no están registrados, no son empresas formalizadas ni tampoco tributan. Hay toda una oferta que ya conocemos; hoy se puede conseguir una serie de productos por Internet. Y personas que no se dedicaban al comercio antes de la pandemia, hoy trabajan en eso o incluso combinan sus ocupaciones anteriores con las nuevas, con lo cual han mejorado sus ingresos. En los 80 pues no, no pasaba eso: era la calle.
Sin embargo, creo que en la pandemia existe también un efecto ‘hacia la calle’: mucha gente salió a vender porque no le quedaba otra. Lo más notorio se pudo ver en el sector más frágil, es decir, los migrantes extranjeros, los venezolanos, por el tipo de precariedad laboral en que están inmersos –y no son ellos los que ocasionan la precariedad, sino que también son víctimas–. No vamos a decir que en el Perú había un sistema laboral donde se respetaran los derechos, ¿no? Entonces, con la pandemia, muchos perdieron el trabajo y se vieron obligados a salir a las calles. Así, su situación se tornó más precaria.
¿Diría, entonces, que el comercio ambulante es aún una actividad para supervivientes?
–La mayoría, sí. Creo que sí. Tanto en el libro como en el capítulo donde hago reflexión sobre este tema, rechazo un poco la ‘idea victoriosa’ del emprendimiento. Mucho se dice: “¡Ah, el emprendedor!”. Sí, hay muchas actividades de personas dedicadas a la producción, a la comercialización, a emprendimientos que tienen como objetivo acumular y crecer –como es lógico y totalmente legítimo–, pero hay muchas otras que son básicamente “para el día”. Y eso se notó mucho en la pandemia porque ni siquiera la cuarentena y el aislamiento obligatorio pudieron impedir que salieran a las calles a vender, simplemente porque no les quedaban otra cosa. Los ambulantes siguen obteniendo sus ingresos día por día. Y si no trabajan dos días, al tercero ya no tienen qué comer; son personas que le dan vuelta a su capital muy rápidamente y no tienen capacidad de acumulación ni ahorros como para sostenerse a largo plazo.
Uno puede repasar en informes periodísticos de la pandemia la típica reacción de ciertos periodistas que estaban más preocupados en culpar a las personas por violar la cuarentena: “¡Cómo se les ocurre salir a trabajar!”, “¡Están arriesgando a los demás!”. Y, bueno, la respuesta de los ambulantes era la más sencilla del mundo: “¡Oiga, pero si no salgo a trabajar me muero de hambre!”.
Del período 1980-2000, usted ha resaltado de manera positiva los casos de familias que lograron educar a sus hijos con el trabajo ambulante, hacerlos profesionales. ¿Esas historias son todavía posibles?
–Probablemente. Sin embargo, a partir de lo que vimos en la pandemia, no creo que las personas que vendían mascarillas o alcohol en la calle o productos de bajo costo –que básicamente están hechos para darle vuelta al dinero–, no creo que eso alcance para esas ‘historias heroicas’ de personas que comenzaron vendiendo en la calle y hoy son dueños de grandes negocios y cuyos hijos fueron a la universidad. Aunque no se podría negar que eso ocurra. En realidad, son cosas tan dinámicas que falta mucha investigación para saber, generacionalmente, cómo es el beneficio. Lo que sí está claro es que el comercio ambulante es un lugar de refugio para las personas que no encuentran una actividad ‘oficial’ para sobrevivir. Entonces, la calle sigue siendo su espacio…
En realidad, es el espacio del 85 % de la economía y del trabajo en el Perú, como demostró la pandemia…
–Sí y yo creo que eso también tiene que ver con otro componente que, en la nueva versión del libro, exploro en cierta medida pero que, por supuesto, necesita más investigación. Creo que en el Perú y en América Latina –pero en el Perú, en particular– tenemos una suerte de “cultura de la calle”, una especie de cultura de consumo en la calle. En realidad, parte de nuestra cultura es comprar en la calle…
Desde ropa hasta comida…
–Sí, desde ropa hasta comida. Es decir, no nos molesta comprar en la calle y es parte de nuestra vida. Digamos que para nosotros es normal –y hasta parte de nuestra cultura– consumir en la calle. Y esa cultura se refleja muy bien, por ejemplo, en cierto tipo de consumo alimenticio: hay productos que solo los compras en la calle. Las yuquitas fritas las compras en la calle, no en un local. Hoy, montones de ambulantes venden jugo de naranja, sándwiches, quinua con leche y un sinnúmero de cosas más en la calle. Y eso refleja un hecho concreto: existe no solo una oferta de estos productos, sino también una cultura que compartimos los peruanos, la cultura de comer en la calle o de comprar en la calle.
Ahora, desde mi perspectiva, eso le da como cierta vida a los espacios. En Lima hay distritos donde no encuentras nada en la calle y uno los siente como vacíos. No sé si tienes esa impresión: a veces uno recorre estos distritos donde no hay nada y se siente desolado; caminas y solo hay supermercados, tiendas y negocios ‘oficiales’, no encuentras movimiento. En cambio, en una cultura latinoamericana o peruana –o limeña–, uno percibe esta idea de que si caminas y encuentras gente comprando en la calle, eso está lleno de vida. Esas percepciones contribuyen a la idea de que la venta ambulatoria es parte de nuestra cultura y no solo una actividad que la gente utiliza para sobrevivir.
En algunos distritos, los alcaldes ven en el ambulante un posible aliado contra la delincuencia. ¿Observa cambios significativos en la relación de la autoridad local con los vendedores ambulantes?
–Bueno, el alcalde Alberto Andrade también tenía eso. Andrade utilizó a los lustrabotas y otros trabajadores como una especie de red; además trató de incorporarlos al turismo, como gente que pudiera dar información a los visitantes de la ciudad. Sin embargo, considero que en la pandemia se mostró fuertemente la incomprensión del problema del comercio informal, porque se siguió recurriendo a la reubicación y la represión como las únicas soluciones. En medio la pandemia –y eso está en las noticias–, un alcalde decidió reubicar a los ambulantes en un parque zonal. Para desalojar las calles y evitar la propagación del virus, optó por llevarlos a un parque zonal, pero eso va en contra de la idea misma del ser ambulante, porque nadie va a ir hasta el parque Sinchi Roca a comprar una mascarilla o alcohol, porque no tiene sentido.
La reubicación podría funcionar, creo yo, con cierto tipo de productos que la gente sale a comprar, es decir, sale de casa con la misión de comprar. Por ejemplo, uno sí sale de su casa con el objetivo de comprar ropa, zapatos, artefactos. Ahí sí funciona la reubicación, porque como comprador necesitas un lugar a donde ir y comparar precios. Pero con cosas muy cotidianas, no funciona para nada. Eso demuestra una incomprensión del problema.
Si la reubicación y la represión no son una solución, ¿cuál es la alternativa?
–Lo primero, hay que aceptar que el ambulante cumple una función dentro de la ciudad, un papel: abastece, distribuye, soluciona problemas y no solo los genera –como piensan algunos sectores–. Nuevamente, en esta cadena de distribución, si comenzamos en Gamarra con los confeccionistas de mascarillas y tenemos en el otro extremo al consumidor, ¿cómo hace ese señor de Gamarra para llevar su producción hasta el comprador? Entonces, el ambulante no es sólo un problema –por supuesto que genera problemas, de ocupación, de limpieza, en fin–, pero también puede ser parte de la solución a necesidades de distribución. Además, muchos negocios en Lima funcionan con una red de ambulantes. Por ejemplo, muchos de los negocios que venden golosinas al mayoreo dependen de la venta ambulatoria. Los ambulantes compran en esos negocios –que son legales, venden con factura y tributan– y cumplen un papel dentro de la cadena.
Lo segundo es algo un poco más complicado. En los años 90, las organizaciones en general sufrieron un golpe, un desmontaje, y el país se quedó sin tejido social. Eso mismo pasó con las ambulantes: la Federación de Vendedores Ambulantes entró en crisis y hoy prácticamente no existe; entonces no se tiene un interlocutor válido para resolver los problemas que puede traer el comercio informal.
En resumen, no me imagino a Lima sin yuquitas, emoliente y otros productos. Pero, por otro lado, sí quisiera que el comercio informal fuera más ordenado, más limpio, seguro, porque eso permite una vida más sana para todos. Ahora, cómo encontrar el balance; eso depende de que las autoridades reconozcan que hay cosas que deben incorporarse como parte de la economía social y, por otro lado, de que los propios interesados sepan organizarse para responder a las directivas de cómo hacer un comercio más seguro para todos.
Ya que menciona a Lima, el alcalde pidió que los ambulantes se vistieran al estilo de la Colonia. ¿Qué opina de una propuesta así?
–Que sería como congelar a la sociedad, a las personas. El ambulante ha evolucionado. Por supuesto que en la Colonia había ambulantes, pero lo que el alcalde quiere es una vestimenta “para el turismo”. En realidad, en el virreinato muchos ambulantes eran gente pobre, trabajadora y vestida con ropas de pobre. No vestían como figuritas de Pancho Fierro.
Antes y ahora, lo mismo.
–Antes y ahora, claro. Y muchos de ellos eran igualmente rechazados. Tenemos la imagen de que Lima se llenaba de pregones y que todo era bonito. Pero hay fuentes que hablan de que la gente gritaba para vender y que el vocerío era horrible. Y hay también descripciones que animalizaban a la gente: “Gritan como animales”, “Ofrecen sus productos gritando”. Es decir, nada que ver con la idea de que cantaban bonito. Esa es una imagen muy romántica, pero tan romántica como falsa.
Es como cuando uno está en un autobús y sube un vendedor que quiere vender caramelos y cantar. Y de cada 10, solo uno canta algo; y los otros nueve, nada. Entonces, imagínate que de acá a 100 años se romantice el relato: “Subían a vender y cantaban bonito”.
Entonces, eso de que los ambulantes se vistan como en la Colonia es una idea muy romántica, muy propia de sectores conservadores que miran al pasado como lo mejor que hemos tenido. Además, me parece un error mirar todo nuestro pasado como colonial, sin notar que hay una evolución.
¿Por qué una segunda edición de ‘El apocalipsis a la vuelta de la esquina’?
–Es una bonita pregunta. Lo primero es que el libro ha tenido éxito; la primera edición se agotó. Esa es la primera razón, porque uno no edita un libro si todavía hay ejemplares en venta. Entonces, el libro ha sido bien acogido, se ha leído y muy interdisciplinariamente. Soy historiador, como saben, pero el libro en realidad es leído por diversas disciplinas. Es un libro de historia que tiene mucha conexión con urbanismo, arquitectura, sociología, antropología y otras especialidades.
Además, no se trata de una reimpresión sino de una reedición para agregar cosas que –después de la aparición del libro– me di cuenta que faltaban. Definitivamente, me pareció muy atractivo mirar lo que pasó en la pandemia porque era como ese ‘apocalipsis’ de los años 80. El apocalipsis llegó y lo que vivimos en la pandemia, sobre todo al principio, era casi como una película de terror: nadie imaginaba que íbamos a estar encerrados y que, además, temiéramos tanto por la vida de nuestros seres queridos, los amigos y nosotros mismos. Era como tirar los dados: si te tocaba, te tocaba. Eso fue como un apocalipsis.
¿Cómo ve al Perú del 2023?
–Nuestro problema es que tenemos fallas estructurales y somos un país frágil políticamente hablando. En términos económicos, creo que hoy estamos en una situación superior a los 80 –incluso a los 90, diría, sin llegar a lo que realmente quisiéramos que exista–; pero nadie desea regresar a los 80. Pero, por otro lado, en la generación mayor hoy tenemos la palabra ‘crisis’ casi clavada en la frente. Hemos escuchado que el Perú está en crisis, pero la pregunta es “¿Cuándo no hemos estado en crisis?”.
¿No será que nos tienta la posibilidad de referenciarnos siempre como ‘sobrevivientes’?
–Quizás. Pero yo creo que sí hay problemas reales. Por ejemplo, si miramos la ciudad, es verdad que en algunos distritos la limpieza es mejor que en los 80. Pero en un sector como el transporte urbano estamos peor. Además, hay descontrol en cuanto el crecimiento urbano, todavía no hay planificación. Y llevamos ya muchos años con alcaldes que, en realidad, no sabemos qué hacen porque no vemos ningún cambio.
¿Qué puede aportar la academia a este país siempre apocalíptico, siempre en crisis?
–El problema, en general, es la interconexión o desconexión entre el mundo académico y el mundo político y el de las decisiones. Creo que allí hay responsabilidades mutuas. Por un lado, el mundo de los políticos –sobre todo desde los años 90 hacia adelante– tiene un rechazo por todo lo que son las ciencias sociales y las humanidades, a las que acusan de improductivas.
Por otro lado, creo también que desde el mundo académico no siempre nos damos el trabajo de hacer notar que lo que nos interesa es hablar del presente. En Historia no somos lo suficientemente insistentes en explicar que lo que hacemos es proyectar una mirada sobre el presente a partir de determinada línea histórica que ayuda a entender por qué y cómo llegamos a este punto. No es función del historiador decidir las políticas que deben implementarse en el país, pero lo que sí hace es señalar la evidencia clara de que los problemas del presente tienen tales características y se han generado históricamente.
¿Eso resume también la intención de la segunda edición de ‘El apocalipsis a la vuelta de la esquina’?
–Mirando al futuro, creo que el libro quiere decirnos que necesitamos lograr el equilibrio, cosa que nos cuesta mucho como país. El equilibrio entre preservar aspectos que consideramos buenos y cambiar aquello que, por supuesto, no funciona. En ese contexto, nuestro problema general es la gobernabilidad: cada gobierno que entra abandona la política anterior por cuestiones simplemente ideológicas o electorales y quiere reinventarlo todo.
Ahora, en el ámbito específico del comercio informal, la solución no es reprimir sino castigar el mal uso, lo que es diferente. Desde mi punto de vista, si el ambulante ensucia la calle, hay que sancionarlo por el mal uso, pero no necesariamente prohibirlo porque, en realidad, como ocurrió en el caso de La Victoria, la erradicación no funciona: se van, esperan a que la policía se repliegue y luego regresan o vienen otros a ocupar ese mismo espacio. Lamentablemente, entre las autoridades no hay una idea clara de cómo entender el problema con perspectiva estructural: no como un episodio electoral, sino como algo que está presente en la ciudad y que necesitamos aprender a administrar.
(FIN/Ensayo General)