Por Moisés Suxo Yapuchura (*)
Buscamos rescatar y documentar los saberes tradicionales vinculados a la elaboración del chuño en la comunidad aimara de Unicachi. Más allá de narrar el proceso técnico se busca ofrecer una reflexión sobre la transmisión cultural de estas prácticas ancestrales y los riesgos que enfrenta su continuidad. En un mundo en constante cambio, donde las nuevas generaciones se alejan cada vez más de las tradiciones, es fundamental abrir espacios para reconocer, valorar y proteger estos conocimientos que forman parte esencial de nuestra identidad aimara.
El proceso
Son las cinco de la tarde del lunes 2 de junio. El sol comienza a declinar y a esconderse detrás de los cerros de Unicachi. Con él, desciende el frío que anuncia una noche de helada. En casa de la familia Uchasara, el movimiento es silencioso pero firme. Se inicia la preparación para hacer chuño, ese alimento andino que sobrevive al tiempo gracias al frío, al trabajo colectivo y a la memoria.
Marcial y su esposa Yola han decidido elaborar chuño como lo hacían sus padres. Me han invitado a participar. No se trata solo de mirar. Hay que poner el cuerpo, ensuciar las manos, sentir el peso del saber transmitido por generaciones.
El primer paso fue aplanar el terreno, justo debajo de la casa, donde la tierra aún conserva el calor del día. Pico en mano, Marcial y yo removimos la tierra, nivelamos. La tierra cede despacio, como si también supiera que esta noche será distinta. Cada golpe de herramienta parecía marcar un compás antiguo, un ritmo que solo se aprende haciendo.
<< PARA LEER EN RED >> Los incas y su herencia sobre el uso tradicional de plantas medicinales





Luego vino el corte del ichu. Marcial, ágil y preciso, manejó la hoz como si danzara con ella. Las pajas fueron cayendo una a una, hasta formar un pequeño cerro dorado. Después, entre los dos, las tendimos sobre la tierra aplanada, como una alfombra rústica que protegería las papas de la tierra húmeda. La escena tenía algo de ceremonia. Y lo era. Cada gesto tenía sentido, cada paso era parte de un conocimiento que no se improvisa.
Las papas, que habían sido seleccionadas con antelación, fueron colocadas sobre el ichu. Las pequeñas a un lado, las grandes al otro. Cada hilera tenía su lugar, como si las papas también entendieran de jerarquías. Yola se sumó a esta tarea. Nadie hablaba mucho. El frío empezaba a morder. El silencio decía más que las palabras: aquí se trabajaba con respeto, con la memoria del abuelo presente, aunque no estuviera.
La helada llegó sin anunciarse. Cayó con suavidad, como un manto invisible que abrazaba las papas. Esa noche, la naturaleza comenzó su parte del trabajo. Solo quedaba esperar. La helada no se controla. Se confía en ella.
Antes que el sol asomara sus primeros rayos al día siguiente, Marcial ya estaba de pie. Con manos rápidas y sabias, recogió las papas endurecidas por el hielo y las guardó en sacos. Las cubrió con ichu y mantas. El sol no debía tocarlas. De noche, volvió a sacarlas. Así, durante tres noches. Repetición y paciencia. Dos palabras que cada vez parecen tener menos espacio en el mundo de hoy.
El jueves 5 de junio, hacia las tres de la tarde, comenzó el pisado de las papas congeladas, seguido del pelado. La faena reunió a más manos: además de Marcial, Yola y yo, se sumaron mi esposa y mi suegra. Nos acomodamos en semicírculo, con las manos frías pero dispuestas, entre charlas cortas y silencios de concentración. A poca distancia, mis hijos menores, Nayra y Katari, observaban atentos y tomaban fotos, casi como testigos silenciosos de una escena que para ellos aún era ajena. Era la primera vez que presenciaban.
Y entonces lo sentí con claridad: mientras los adultos trabajábamos, los hijos de la familia Uchasara no estaban. No ayudaban, no miraban, no preguntaban. Esa ausencia, aunque silenciosa, pesaba más que cualquier saco de papas. ¿Quién hará chuño en veinte años? ¿Quién se despertará antes del amanecer para recoger las papas heladas, sin que nadie se lo pida, solo porque sabe que así debe hacerse?
Me inquieta pensar que esta práctica, cargada de paciencia, saber y memoria, pueda perderse simplemente porque nadie quiso —o pudo— enseñarla. O porque los jóvenes, ocupados en otros mundos, dejaron de sentirla suya. ¿Cómo se hereda una práctica cuando el vínculo se rompe? ¿Cómo se transmite el conocimiento si ya no hay quien escuche?
Hacer chuño no es solo congelar papas. Es esperar, cuidar, compartir, madrugar. Es confiar en la helada, pero también en la comunidad. Es estar dispuesto a aprender mirando y a enseñar haciendo. Y si las nuevas generaciones no aprenden eso, si no se acercan al frío de la tierra ni al calor del esfuerzo colectivo, algo más que un alimento se perderá. Se enfriará también la raíz cultural de dónde venimos los aimaras.
En Unicachi, esa noche, el aliento de la helada nos recordó que la tradición no solo muere por olvido. También se enfría cuando no se transmite.

Respeto a los ancestros
Esta experiencia no solo permite observar una práctica ancestral, sino también cuestionar los mecanismos -o la falta de ellos- que tenemos para garantizar su continuidad. Desde el campo educativo, comunitario y familiar, aún podemos hacer algo para que el chuño siga siendo parte viva de nuestras mesas y nuestras memorias.
Es necesario fortalecer espacios donde las nuevas generaciones puedan conectar con sus raíces, acompañar a los mayores en la transmisión de estos saberes y reconocer el valor cultural y social que implican. Solo así se podrá evitar que prácticas como la elaboración del chuño se conviertan en un recuerdo frío y distante, y seguirán siendo el aliento cálido que une pasado, presente y futuro.
Moisés Suxo Yapuchura (*) Es un educador aimara, magister en Educación Intercultural Bilingüe (EIB), graduado en el PROEIB Andes, Centro de investigación y formación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Mayor de San Simón.
(FIN) Ensayo General
