El ocaso de una rebeldía espectral

El siguiente relato contiene algunos extractos del cuento ‘El Fantasma de Canterville’ de Oscar Wilde. Como ejercicio de escritura, responde al intercalado de una narración propia con un texto clásico. La idea es jugar como en el Capítulo 34 de ‘Rayuela’, de Julio Cortázar.

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Gabriela Ferrando Verástegui

Lo colgaron de una de las torres de la Catedral de Lima, luego de haberlo desmembrado. Lo que quedaba de su cadáver se movía con la fuerza del viento, mientras la soga hacía ruidos agudos al rozar con el fierro que la sostenía. Su hermano, a su lado, también se columpiaba sin vida en la escabrosa escena. Rencillas y más rencillas llegaban a su fin en ese instante. Su rebeldía había tocado fondo.

Es absurdo pedirme que me porte bien –le respondió contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra–. Perfectamente inconcebible. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerraduras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia.

-Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiempos fue usted muy malo, ¿sabe?

La muchedumbre tuvo la culpa, se enardeció, tomó a los hermanos, los destrozó, y, luego de que alguien se animara a colgarlos, observó con deleite. Decidieron luego bajarlos, armar una pila con los destrozos de aquel día y quemarlos, que no quede rastro de ellos, que se evaporen. Los hermanos Gutiérrez, con su rango militar, vinieron a inquietar la poca paz que les quedaba, cómo se habían atrevido a desafiar a la autoridad, a asesinar al presidente.

-Sí, lo reconozco –respondió petulante el fantasma–. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa.

-Está muy mal eso de matar a alguien –replicó Virginia, que a veces adopta una dulce actitud puritana.

Si el coronel Marceliano Gutiérrez dio la orden para que dispararan al presidente José Balta mientras dormía, nunca se probó a cabalidad. Sin embargo, la multitud incluyó su cuerpo en la hoguera, así tres de los hermanos se iban al infierno juntos. Qué gente para más enferma, es claro que cuando un grupo se desborda en ira, se convierte en un club de energúmenos que respiran violencia, que van como matarifes, incluso robando al muerto.

¡Basta! –exclamó Virginia dando con el pie en el suelo–. El brutal, horrible y ordinario es usted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, usted bien sabe que me ha robado las pinturas de mi caja para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Primero me robó todos los rojos, incluyendo el bermellón, y ya no pude seguir pintando las puestas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el amarillo cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir que exista la sangre de color verde esmeralda?

Aciago el cielo, más rojo que verde esmeralda, ese 26 de julio de 1872, solo fue sobrevivido por Marcelino Gutiérrez, el cuarto de los hermanos. Sin gobierno, sin apoyo popular, sin asistencia militar ni de la marina, no se sabe dónde se refugió ni qué le pasó. Pobre hombre, aún con la carga de sus culpas, vivió para ver a todos sus hermanos asesinados en un solo día y sin la posibilidad de enterrarlos en un lugar decente.

-Se refiere usted al jardín de la muerte –murmuró.

-Sí, de la muerte, ¡la muerte debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y los males de la vida, quedar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme el portal de la morada de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

Tomás Gutiérrez, pobre fantasma, aún cree que puede tener éxito, por lo que intenta conseguir un lugar de descanso que corresponda con su audacia en vida. En su momento se emocionó cuando, con el golpe de estado, tomó el Palacio de Gobierno y se regodeó de la admiración de muchos. Pero Silvestre, que colgó a su lado, entendió hace mucho que habían avanzado en terreno pantanoso y que por ello muchos de sus seguidores habían desertado. Por si acaso, esta vez, decide quedarse callado, a ver si su hermano consigue, de manera permanente, una fina tierra donde reposar los restos de su eterna trifulca.

Gabriela Ferrando Verástegui.

(FIN/Ensayo General)

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