Alérgico al polvo (un cuento de Coto Arévalo)

Coto Arévalo

Las azoteas están llenas de cachivaches. Muebles de madera reseca, alimento de polillas, materiales de construcción, rezagos de alguna obra inconclusa. Algunas botellas vacías conservan aún el eco de las fiestas. Todas las azoteas son iguales. Cajas llenas de chucherías, rumas de revistas atadas, lámparas viejas que ya no brillan. También hay polvo, mucho polvo. 

—Ya era hora que alguien bote esta basura —dice mamá— pero antes revísala bien. Algunas cosas tal vez te interesen. 

—Tienes razón, pura basura— pienso y detrás de esos muros chorreados, la ciudad de las neblinas se muestra sin pudor, en atardeceres que despiden sus matices sobre la lejanía de nuevos edificios e inútiles techos a dos aguas sin lluvia. Una empinada escalera me transporta hasta los tendales, esos fantasmas de viento que mamá despoja de su ropa seca y almidonada. Un escenario que la infancia transforma en una canchita de futbol, el torreón de un castillo medieval, la arena de una playa, la payasa de mimbre, las luces de la Panamericana, las plantaciones de uvas, el olor a chacra y concreto, los vecinos atacados por las flechas de mi curiosidad, Miguel intentando evadir la paliza de su padre, su madre lavando la ropa, su pastor alemán meando en el jardín, su hermana mayor poniéndose el pijama en la otra ventana. 

Reviso las paredes que me rodean, sus resquicios, recubiertos de cemento agrietado por el terremoto. «No hay nada aquí que me interese» digo y el polvo que me envuelve me arranca un estornudo, uno tras otro en una avalancha que destila por mis mucosas. «Soy alérgico, ¿recuerdas?» Abro las cajas, sacudo las revistas y entre ellas asoma la carátula de una joven mujer, de peinado ochentero y rubia desnudez. Las polillas han perforado sus pezones.

—Empieza por botar esas revistas obscenas, supongo que ya no te hacen falta —reclama.

                                        *                  *                *

Cuando era niño, de pantaloncito corto y canicas en los bolsillos, creía que una mujer podía ser embarazada con solo mirarla desnuda, con una mirada penetrante y fértil. Marcelina me convenció. Ella era una adolescente que vivía con los abuelos y venía a casa, ocasionalmente, para ayudar en la cocina. Su padre, un sabio curandero de un lejano Andahuaylas ayudó a varias mujeres a quedar embarazadas, en un ritual de visiones y brebajes y danzas compartidas en la desnudez que ella recordaba con ingenuidad. 

— Si la miras mucho, quedará preñada —dijo esa noche en que me sorprendió con la mirada fija en las ventanas vecinas mientras la hermana de Miguel se cambiaba luego de tomar un baño. El afortunado curandero gozó de mucho prestigio en la comarca hasta que huyó del pueblo sin dejar rastros. Sus huellas se impregnaron en la sonrisa de varios niños. Semanas después, desde mi puesto de vigilancia, Miguel descansaba frente al televisor, y era su hermana quien evadía la paliza de su padre. Pronto supimos que estaba embarazada. Dejé de fisgonear en las ventanas vecinas, con la certeza que una especie de poder andino me acompañaba.

— ¿Pero, y si es tu propia madre a quién observas desnuda sin querer?— Me pregunté tantas veces en un sueño extraño donde un nuevo hermano, más parecido a mí que a mi padre, llegaba a casa después del terremoto. Mamé angustias tantas noches, recordando el sismo, dormido en la sala junto a la puerta esperando ansioso las réplicas,  y en el sueño un enclenque jugaba a las bolitas, con otro más pequeño a su lado; aprendían juntos el oficio de ser niño.

Nos parecíamos tanto.

                           *                  *                 *

Sonrío con el recuerdo de las tardes de azotea, ese horizonte de techos y cortinas abiertas, con los amigos del barrio, de axilas sudadas y caras sucias, que revisan, que acarician con interés cada una de estas revistas, llenas de fotos y posters que escondimos bajo el colchón.

¡Ya no me hacen falta! pienso desenredando el nudo de pabilo que las contiene y de pronto me subo a esa combi del recuerdo en la que viajo por la ciudad de la neblina, con la mirada fija en el celular, disipando mi deseo minutos antes del paradero. La tarde libre, la agenda vacía, la quincena. Cualquier excusa parece convincente frente al espejo retrovisor de la combi, en cuyo reflejo, un viejo adolescente despeina sus primeras canas, aturdido por las imágenes de las revistas. « ¡Toda la Arequipa, Wilson, Tacna, a ver, pasaje con sencillo!» Varias veces estuve a punto de ir en grupo, con amigos del barrio, a veces ebrio.  Esta vez es distinto.

—Hola, ¿están atendiendo?—

—Claro papi —contesta una mujer— todo el día hasta las ocho. Te esperamos.

 Desde la siguiente esquina y a media cuadra, estaría ya en la puerta del edificio, con la misma exaltación de un peón a una jugada de coronar en el tablero una poderosa reina. Son siete pisos de escalera oscura, orines de gato y más botellas vacías, azulejos y baldosas cuarteadas, un viejo edificio habitado por vecinas que cuestionan mi presencia, sacuden con plumeros el polvo retenido en puertas y rejas, solo resquicios de basura cotidiana. Muchos pensamientos brincan sobre la baranda astillada en un ascenso lento, vertiginoso e incierto como un ligero temblor que remece los cimientos de mi personalidad: la extraña sensación de un parroquiano transgresor, un joven solitario que no logra consolidar una relación, el adolescente desbordado por la paja y las revistas prohibidas, un niño ajeno a esos desvaríos observando sin querer a una mujer desnuda, temiendo embarazarla. Parecía oírla recriminándome otra vez: «El fin de semana se lo cuento a tu papá». Yo sonreía en silencio sabiendo la complicidad del padre ausente. El tronar de una lavadora encendida desde el cuarto piso, trae esa  lección de la infancia: «Durante un temblor no bajes por las escaleras, quédate quieto hasta que pase». Las madres lo saben todo.

Mientras subo cada piso de ese edificio oculto en mi memoria, doy vuelta en mis recuerdos de esa mañana en la que, entre juegos infantiles, descubrí que todo puede cambiar inesperadamente, sin previo aviso.

Desde el rincón de la escalera en donde jugaba con las figuritas del Mundial alcanzaba a escuchar el ruido de la ducha y alguno que otro alarido de mi madre coreando a Nino Bravo mientras se bañaba apurada antes de salir al trabajo. Un extraño sonido, de intensidad progresiva, simulando un pesado camión acercándose por la calle antecedió algunos segundos al frenético movimiento de la escalera, en un vaivén que apartaba de mis manos un desfigurado álbum. Era un ruido de progresiva cercanía. Subí ligero algunos peldaños que me separaban del pasadizo. Las puertas y ventanas se sacudían sin cesar. El aire de pánico se filtraba por todos los rincones. Desesperado intentaba abrir la puerta del baño mientras mi madre, desde adentro gritaba sin poder lograrlo. Todo se caía en la memoria reconstruida. Unos vidrios rotos. El televisor daba saltos desplazándose como un pingüino, los adornos, la estantería, el viejo armario,  crujidos y gritos, muchos gritos, desgarradores, desde el interior del baño.

 « ¡Abre la puerta por favor, Alberto, ayúdame!», Fueron dos minutos de aflicción y sollozos que se prolongaron como una eternidad. La furia de la naturaleza nos daría, finalmente una tregua. La puerta del baño se abrió, y la imagen de mi madre, con el pelo mojado, llorando muy desnuda, me abrazó por siempre. Nino Bravo estaba en silencio. Siempre pensé que era su llanto el que me mojaba.

Sobre una  reja oxidada y la taquicardia del ascenso sacudiendo mi camisa confirmo el número que me dieron en el mensaje.

—Pasa, tú debes ser Alberto, te esperábamos. — 

Camino con pasos ligeros hasta la habitación del fondo. Una lámpara de rojo destello ilumina el pasadizo. La puerta cerrada. Al tocarla alguien me da la bienvenida: pasa, la dejé sin pestillo, dice, y en esa voz ronca reconozco que algo no anda bien. Con torpeza logro desplazar la perilla y la abro sin esfuerzo.  Avanzo unos pasos más sin imaginar el terremoto que se desencadenaría segundos después. El epicentro reposa sobre la cama, en lencería.

                                         *                  *              *

— ¡Bota toda esta basura, Alberto, no pierdas más tiempo!— la escucho. La neblina se disipa en sus palabras de aliento. Hemos llegado hasta aquí después de muchos peldaños, mamá de mi mano, yo sujeto a la de ella, estirando el cordón que nos mantiene unidos. Subimos despacio como tantas veces, desde niño, a la azotea, y en cada paso nos acompaña su artrosis, su glaucoma, mi alergia al polvo, el asma que robó mis noches infantiles y que ella curaba con emplastos. Intento reconocer en su voz atenuada por el invierno, su gesto cálido insistiendo: — ¡respira hijo, es vapor de eucalipto!— envuelto en una sábana almidonada.                                 

Y esta vez, en el recuerdo, la puerta se abre sin tanto esfuerzo, una mujer espera sobre la cama, se parece tanto a Marcelina, su vello púbico asoma por la lencería, no escucho a Nino Bravo, esa luz roja alimenta mi confusión, y avergonzado, regreso sobre mis pasos, bajo las escaleras a trompicones, piso tras piso, con las vecinas que sonríen, la basura en el rincón y el crujido atronador de un terremoto que suena sólo en mi cerebro, con la sacudida y los porrazos sobre las baldosas, los azulejos, la baranda, el hermano del sueño que me abraza, —no la mires —dice Marcelina— no la mires que la embarazas, y los amigos en la azotea, y el —¡baja, baja paradero, pie derecho, toda la Arequipa!— que escucho y un —¡no, por favor siga nomás, me bajo en otra esquina!— y el atado de revistas que meto en una caja de cartón ajado, y mamá que sonríe en esta tarde de azotea, sacude el polvo con la escoba y me escucha estornudar.  — ¿Ya no te hacen falta? — dice y con esfuerzo cargo con las cacharpas, estornudo varias veces con el pañuelo humedecido por el tiempo. Tras los edificios, la ciudad de la neblina esconde otras azoteas.

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