Plaza Italia

El wok de la Plaza Italia [A fuego alto, una crónica de Miguel Silvestre]

Escribe: Miguel Silvestre

Leonardo Padura, el relevante escritor cubano, tiene un término profundo, vital y acariciadoramente empático para el wok, aquella sartén que donaron los chinos a América y cuya pronunciación asemeja por onomatopeya a la de un golpe en la cara en un cómic: wok.

En su novela “El ojo de la Serpiente”, Padura revela que tal utensilio es una sartén “insondable”. Insondable. Adjetivo más exacto no hay. Una sartén profunda, un instrumento que en su abismo de color oscuro y fondo cóncavo alienta solidariamente la combinación de sabores, esencias, hervores y cocciones de carnes, vegetales y otros productos.

Insondable, porque en ese precipicio diminuto los productos exprimen sus cuerpos y transmiten sus pensamientos más profundos, sus amores, sus estrategias más íntimas, sus discurrimientos ancestrales. Padura escribe sobre ese objeto que absorbe lo profundo de los comestibles antes de abordar de lleno el tema de su historia; aquella en la que su protagonista, el investigador policial cubano Mario Conde (su álter ego) hurga en el entramado de un asesinato en el Barrio Chino de La Habana.

Apunta, poco antes de referirse al muerto, que aprendió que un verdadero y cabal chino “debía ser, sobre todo, un hombre capaz de concebir los platos más insólitos que un paladar civilizado se atreviera a saborear”. Y el teniente Conde describe la composición de esa delicadeza en forma de platillo: masas de puerco (chancho) revueltas con huevos, manzanilla, zumo de naranja dulce “y finalmente doradas a fuego lento en una sartén insondable llamada wok”.

Manuel Zegarra Nava, chef y dueño de la cebichería Manolo, en Enrique Palacios, cuadra 6, Miraflores, dice que esa receta es un exotismo almibarado con aquello de la manzanilla y la naranja dulce. Y asegura que lo preparará. Por lo pronto, ya le puso nombre peruano: chancho a la manzanilla en punto de caramelo.

En todo caso, la receta de Cuba es una espléndida muestra para degustación, pero más cabal y portentoso resulta, para mí, el término que utiliza Padura. Repito: Insondable. Qué tan a medida el vocablo.

En ese mundo de hidratos de carbono, legumbres, carnes, ajíes y demás ingredientes viajando en la oquedad delimitada por las paredes curvas de esta herramienta se crean joyas. Y se hacen a fuego alto o lento y amalgamadas con secretos culinarios familiares.

En el Perú, con esa arquitectura, mediante aquella articulación casi divina, se llevan a cabo, entre muchos, milagros tan perfectos como el lomo saltado.

Así, si el teniente Conde saliera de su isla e hiciera un viaje desde la patria de Guillermo Cabrera Infante, Benny Moré y el eximio pianista Chucho Valdés, cruzando el Mar Caribe, ese que baña los pies santos de Omara Portuondo o que silueteó los de Olga Guillot, pasaría por el Callao y su barrio Chacarita (donde observé en los años 70 peloteros que se quedaron en proyecto por eso de la maldita pasta básica), cruzaría Lima por toda la Av. Colonial como copiloto en la 4×4 Toyota Land Cruiser azul de mi brother Kato Saravia, escuchando al sonero Pedro Pablo “Pedrito” Martínez, de Cuba; su soneo, su guapachá, su songo, su timba, y las yemas de sus dedos reventando las congas y lanzando-soneando ese verso que dice “Encima de aquella loma, mataron a no sé quién/encima de aquella loma mataron a no sé quién/Y si no salgo corriendo me matan a mí también/y si no salgo corriendo me matan a mí también”; soneo que parece haberse escrito en esta Lima desguarnecida, sitiada por la criminalidad organizada, el sicariato, la corrupción, etc.; donde el Ejecutivo se busca mantener a pesar de los más de 50 muertos de las marchas, contando con el aporte interesado de un Legislativo que ve todo menos la realidad de las calles.

El teniente Conde otearía por la derecha de la Colonial sicarios atacando en moto lineal, en auto o a pie, y por el lado izquierdo del auto ojearía malandros de saco y corbata, en auto generalmente, guardándose la plata mal habida con impunidad. Y vería a la gente decente, arrinconada y sitiada.

Llegaría por la Av. Grau, y ya bajado del auto de Kato se montaría a una mototaxi a la altura del paradero Grau del tren de Lima, y se desplazaría por la izquierda, a la altura de Cinco Esquinas y un poco más, llegando a la Plaza Italia, lugar histórico que hoy parece contar con los mismos faroles de hace poco más de cien años (cuando era alumbrada tenue o, mejor dicho, pobremente), reinaugurada en 1920 con una escultura en bronce de Antonio Raimondi, vecino italiano notable de ese Barrios Altos señorial que ya no existe.

Las farolas, como decíamos, literalmente no alumbran nada y, en las noches, es como andar entre brumas. ¿Esa es la Lima Potencia Mundial que prometía quien hoy no tiene soluciones para la ciudad?

Restaurante Italia.
Restaurante Italia en la esquina de Huanta y Huallaga. Foto: Miguel Silvestre.

La Plaza Italia es una joya, y a pesar del descuido, brilla por sí sola. Los vecinos la hacen vivir, no las autoridades.

La belleza de sus bronces, la escultura de Raimondi, su pileta ornamental del siglo XIX, asentada en mármol natural color hueso, con sus cuatro querubines y sus cornucopias, sus cuatro peces, escamosos y ojones que parecen escapados de un cuadro de Botero, todos arrojando agua por los cuernos y las bocas, le dan al espacio una dignidad y una jerarquía que hasta un loco notaría.

Pero, como nada es perfecto (y en este periodo municipal menos), la fuente tiene dos angelitos que solo arrojan aire por el cuerno, y dos pescados abren la boca y no les brota ni una mentada de madre. Qué más podemos decir de la ciudad donde lo normal es que los gobernantes todo lo hagan hasta el keke.

En ese paraíso de lo inacabado se movería el teniente cubano Mario Conde.

Mas, como dice un slogan, lo mejor del Perú es su gente. Siempre y cuando no tenga poder, no agarre plata fácil o no la tiente los tentáculos de la corrupción.

Al leer las historias de Mario Conde, uno ingresa al mundo de Padura. En esa inmersión se conocerá, aparte de su pluma de alta factura, a un observador y degustador de la buena mesa.

Puercos fritos y empanizados pero jugosos, frejoles negros preparados con la mano de la mamá cubana, patos en salsas dulces del Barrio Chino de La Habana, bailan en las líneas del escritor, mientras elucubra sus policiales de nueva hornada y traza una sociedad en crisis permanente y a la vez jovial y risueña.

Si bajara de esa mototaxi imaginada, el teniente cubano encontraría (frente a la Plaza desde donde Raimondi observara el mundo que ya es un recuerdo) al restaurante Italia, que tiene más de 60 años allí, en la esquina de Huallaga y Huanta.

En ese local sencillo de Barrios Altos también se hacen maravillas con ese wok que le rompe el coco (la cabeza), por la magia que crea en lo culinario, al Conde (como gusta que llamen a este personaje en sus novelas).

El maestro del wok y otras sartenes y cuchillos en esta esquina se llama Héctor Bendezú Cusipuma. Es más bien bajo, cabello negro, y siempre anda con un delantal de chef y su gorrita negra sanitaria en la cabeza.

Es de Pisco, puerto al sur del Perú, tiene 56 diciembres, vive en Comas, cuenta con esposa y una hija, que le ayuda en el manejo de las 12 mesas pero que cursa estudios superiores (aunque tiene una gran mano culinaria).

Miguel Silvestre y Héctor Bendezú.
El cocinero Héctor Bendezú (D) junto al autor de esta crónica.

Héctor tiene 35 años en el restaurante, empezó como ayudante y hoy es el cocinero del local. El Italia perteneció a Meiky Shiroma, dice, pero hace unos diez años lo vendió a un tal Gringo, porque su mamá enfermó en Japón.

En el escalafón del trabajo en las cocinas, el primer peldaño (pero, no el menos importante) lo ocupan los ayudantes de ayudantes. Aquellos que limpian los utensilios, lavan las ollas y botan las bolsas con desperdicios. Héctor empezó así, llegando de Pisco. Y fue subiendo esa escalera del aprendizaje.

¿Tuvo profesores? Sí y no, porque nadie le decía nada, solo lo dejaban observar. Suficiente.

Así aprendió el arte de los pesos y medidas de los ingredientes en los platillos, el mejor color de las carnes, las particularidades de las bases para los platos, lo mismo que la geometría descriptiva de las sazones. Su Universidad fue la mera cancha, el fogón, la filosofía del cucharón.

En 35 años de trabajo aprendió el arte y de barredor y ayudante de ayudante pasó a ayudante, asistente de ollas, preparador de ensaladas y, por fin, a cocinero menor. Hoy ya es Cocinero Mayor. Tiene en sus pequeñas manos el secreto que guardan en sus riñones los ingredientes.

El tal Gringo –el actual dueño– no puede ir al local, por enfermedad, y él es el cocinero, administrador, quien supervisa el barrido del piso, el que paga el cable de la TV y el que escoge los insumos en el mercado, fase clave en el negocio de los tenedores.

Héctor da su consejo: “Para este trabajo hay que aprender desde abajo. Aprendí desde chibolo. La práctica me hizo a mí”.

A mí me gusta su local. Al frente la Plaza Italia, nada menos. Tiene paredes azules, mesas de madera, diez con asientos largos, cinco de las cuales llevan respaldar, que son las más cómodas. Los platos que se sirven descansan sobre tapas de fórmica de color esmeralda.

Hay en una de las paredes un cuadro de Cristo salvando a un joven en un río y una leyenda en letras rojas (en rojo, el color más bonito) que dice: “Confía en Dios”.

En su reino, lleno de ollas y cucharones y frascos repletos de líquidos e implementos en polvo, como en un laboratorio de alquimia, Héctor realiza diariamente su invalorable función: cocinar.

Siempre risueño, mueve los delgados dedos e inicia el ritual. Observo una olla, para mí vacía, hirviendo. Lo veo y pregunto con la mirada. Él me dice: “Ah, en esa olla están los huesos botando todo su juguito”. Secreto de chef, de hecho.

Lomo saltado
Lomo saltado en el restaurante Italia. Foto: Miguel Silvestre.

El wok está cerca, el chef lo toma y empieza su labor. Allí saltarán las carnes, se moverán los tomates y las lenguas de cebolla, viajarán las papas. Los comestibles bailan en el aire y se acomodan a la sazón que elabora el chef.

Estoy en la mesa 3, donde siempre me instalo. Llega, humeante el lomo saltado.

La pinta es inmejorable. El arroz no tiene sal y está perfecto. Tipo chifa. Graneado, firme y no duro. La carne está a tres cuartos, cortada en trozos medianos y alargados, para que el jugo ingrese bien. El jugo, obviamente, viene del viaje en el wok de carnes, cebollas, otros vegetales, aceites y un toque de siyao.

Los trozos de carne tienen el corte adecuado, con el ahumado característico y con suavidad media. Agradable.

Los tomates están bien frescos, tienen piel, para evitar se desmoronen ante la fuerza del fuego alto, las cebollas presentan un corte mediano, anchitas para mi gusto y cocinadas a tres cuartos. Crudonas, muy bien. Las papas están en cortes medianos, fritura bien hecha y con el corazón suave.

Hay un toque de orégano, que le da un aroma agradable. Culantro bien puesto. Cebolla china en porción exacta. Esencial. Rocoto en rodajas, para acompañar. Fresco, sabroso. Arroz con rocoto, sin igual.

En este local hay pan. Pan con jugo del lomo, valioso. Pan con trozo de carne, fenomenal. Pan con papa, bestial. Gotas de limón con trozo de carne, como se servía mi hermano Lucho Herrera, en un restaurante de la Plaza 2 de Mayo, hace 42 años, y cuyo nombre he olvidado. Combinación de primera.

El plato tiene de nota 19, y no 20, para que a Héctor no se le suba la vanidad a la cabeza.

He probado aquí el tallarín saltado de carne y me impresiona la cocción al dente de los fideos tallarín grueso (gran detalle), la potencia de la cebolla china y los cortes grandes de cebolla roja tipo hoja.

El bisteck a la chorrillana en el Italia es valioso. La porción de carne es grande y jugosa. Está bien frito y el sabor es respetable. Las papas fritas están buenazas y las cebollas son grandes y alargadas. Siento el toque de la cebolla china y el orégano, amistosos.

Hay dos tostadas, obra del chef, que son inmejorables. Pido dos panes y los traen. Me preparo un pan con un pedazo de bisteck y queda como una chicha morada en un desierto. El plato es para un tragaldabas. Bien servido.

Las frituras aquí son un éxito. El local siempre está lleno.

Pero, las sopas también tienen su podio. Hay sopa a la criolla, sopa de sustancia, sopa de la casa, sopa a la minuta, etc.

El día que probé la sopa a la criolla, ésta vino humeante, con harto fideo cabello de ángel, leche y su poco de orégano, superlativo en este caso. Tomate, carne en lonjas pequeñas, al que se agrega rocoto, en cortes breves.

En la cúspide del plato descansaban dos tostadas de pan francés, preparadas por el chef, toda una gran sorpresa. Aditamento muy bien hecho. Una delicia, asientan bien. En todos los casos, uno ingresa a este local y se retira satisfecho. Palabra.

Sopa del restaurante Italia.
Humeante sopa del restaurante Italia. Foto: Miguel Silvestre.

Aquí se come y se goza. Los tenedores mueven su único brazo y piden otro para aplaudir.

La cocina de Héctor, sin duda, es de altas esferas.

En Ulises, de James Joyce, Leopold Bloom afirma que “Dios hizo a la comida, y el diablo, los cocineros”.

Así es que, según un personaje principal del inmenso autor irlandés, Héctor Bendezú Cusipuma, de Pisco, es hijo de Don Sata.

Yo, que lo conozco desde la profundidad de sus rocotos picantes y rojísimos, y desde el fondo de las confesiones de sus huesos hervidos durante cuatro horas en olla sabia, puedo asegurar que, en este rincón del mundo, Héctor y todos, absolutamente todos, tenemos un Cristo que nos guarece y un Diablo que está a su lado. La Divina Dualidad: Dr. Jekyll y Mr. Hyde, la Diablada puñena y San Martín de Porres y la Sarita, el amor puro a mamá y la fiebre por la trampa. Las dos caras de la misma moneda.

(FIN/Ensayo General)

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