Mi figura tenebrosa [un cuento de Gabriela Ferrando Verástegui]

Avancé a toda velocidad tratando de olvidar mis problemas, era inútil. Ella bajó del cielo vestida de rojo, soltando su lengua venenosa para que yo cayera rendida a mi dolor. Siempre me culpé.

8 de diciembre de 1984

Cae la lluvia de lleno y no encuentro ninguna forma de protegerme. Los aleros son tan cortos que me sigo mojando. Me ven por la ventana pero no me quieren abrir la puerta, tienen miedo. Lo entiendo y a la vez no lo entiendo. Saben que me están buscando y que pueden sufrir las consecuencias por ayudarme pero soy una vida, algo les tendría que pesar en la conciencia. Una simple justificación los redimiría y les daría tranquilidad: ella o nosotros. Aún así no sé qué tanto están protegidos en esa casa porque los gendarmes entran con golpe de brazo y patada, nadie está a salvo. El fusil en mano es su símbolo. El frío de la sierra me cala en los huesos, si esta noche no muero por una bala o una serie de golpes, el que terminará conmigo será este condenado viento gélido. Me hago un ovillo pegada a la pared. Los ocupantes de la casa están echando chispas, quieren botarme de allí a toda costa, me dicen palabras soeces en una mezcla de quechua y español tratando de no hacer mucho escándalo, los escucho pero no me levanto, ya no sé dónde ir.

Días antes del 8 de diciembre de 1984

Mi cuerpo se alzó por simple reacción, la fiebre había desaparecido, pero nada me hacía olvidar la calidez de su trato. No sabía que había hecho tanto daño, que era quien dirigía las operaciones contra la población, yo solo veía a un tipo alto, de rasgos angulosos y mirada paciente, siempre vestido de verde. Me ofreció comida y yo le sonreí sintiéndome calma y descansada después de mucho tiempo. Salimos de su tienda cuando estuve recuperada del todo, pero lo que vi me impresionó. En un patio pequeño, alrededor de quince mujeres, entre adultas y niñas, iban desfilando en una sesión malévola, las humillaban en burlas, mientras un oficial se encargaba de ir cortando una a una sus trenzas hasta dejar esas importantes piezas de su identidad inertes en el piso ensangrentado. Una de ellas se desesperó y empezó a reunir con sus manos todo el cabello posible, otra se abalanzó sobre uno de los oficiales para arrebatarle un cigarro y tratar de quemar ese cabello trenzado, pero mi oficial, aquel que me había mimado por varios días, se acercó con paso firme y como si fuera una acción cualquiera les pegó un tiro. Las caricias que me había dado mientras yacía enferma y el beso cerca a los labios que me había encandilado en su momento se tiñeron de rojo, se convirtió en mi figura tenebrosa.

Un día antes del 8 de diciembre de 1984

Me llevó a caminar por un lugar desolado, un camino angosto en la montaña donde el precipicio era aterrador. La vista espectacular y el atardecer me distraían, pero era consciente de que ese lugar podía convertirse en mi destino final. Pensaba que tal vez no había sido tan buena actriz como suponía y que todos mis intentos por ocultar la ayuda que había dado a las mujeres por lo bajo habían sido descubiertos. Estaba nerviosa, por supuesto, pero mi cara impasible estaba más posicionada que nunca. Él me miró con dulzura, me agarró la cintura y empezamos a bailar. Nunca hablamos de sus actos funestos, nuestras conversaciones giraban en torno a la vida y sus maravillas, de lo que ambos queríamos lograr, del arte y la belleza. En otras circunstancias hubiera estado deslumbrada con sus conocimientos y las historias que me contaba, me dolía que fuera un ser aterrador. Lo miré a los ojos y en ellos aparecieron los gritos, la sangre, la desesperación de las mujeres a las que había arrebatado la vida, la dignidad, la calma. Cual sesión chamánica empecé a temblar de miedo mientras él tarareaba una canción. Pisé una piedra y resbalé, caí sentada y cuando intentó pararme con delicadeza lo empujé. Fue un acto repentino, fue el miedo, fue la desilusión y las ganas de que no hiciera más daño. Cayó por el precipicio gritando traición. Lo veo todas las noches en mis pesadillas.

La mujer que bajó del cielo vestida de rojo llevaba trenzas, tenía en sus manos una fotografía de mi oficial. En su vestimenta veía a todas las personas que murieron por mi acción, hubo una matanza general de revancha, por la desaparición de aquella figura tenebrosa. Pero se sabía que había sido yo la culpable, todos me habían visto irme con el oficial y regresar sola, angustiada. Iba directo a mi matadero, pero las mujeres me detuvieron a tiempo, me escondieron y aún así murieron. Aunque corrí, no podía ignorar lo que había dejado a mi paso. Mi culpa está ahí y seguirá siempre, mis días están contados. La mujer de rojo me susurra, cada vez con mayor ímpetu, la palabra traición.

(FIN/Ensayo General)

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