Tijeras (Un cuento de Coto Arévalo)

Coto Arévalo

— ¡Puja!, ¡puja!— insistió, con la mano enguantada separando los labios para  evitar el desgarro de su periné.

 Tras un último esfuerzo, el llanto inundó la habitación. La mujer resoplaba con alivio; un rocío de sudor, como en los amaneceres andinos, cubría su gesto de satisfacción.

— Es mujercita,  ¡ya tienes quién te ayude a cocinar! — exclamó Ariel luego de espulgar sus genitales hinchados cubiertos de una grasa parda y retales de sangre.

¿Quién quiere nacer en una taberna de pueblo? pensó, aún sorprendido. Desde la habitación contigua escuchaba el trinar de botellas de aguardiente que compartían los comuneros, visitantes habituales del local. 

—Pásame la tijera, por favor, Anita— dijo Ariel y extendió el cordón umbilical entre dos pinzas. La obstetriz presurosa, revolvió el instrumental de la bandeja antes de encontrar la tijera entre gasas y algodón. Era una mujer dulce, cubierta de un guardapolvo percudido por el uso, cuyos botones afrontaban la tensión de unos senos turgentes. La brisa nocturna agitó las hojas de los eucaliptos en la ladera con la misma fiereza que sobre su cabello desordenado.

— ¿Cómo se llamará la nena? —preguntó Cecilia, la enfermera que desde el rincón, camuflada en una cortina de yute, podía observar a los comuneros que celebraban eufóricos sobre la barra el nacimiento de la primogénita del cantinero, mientras, del otro lado, sus compañeros asistían a la parturienta. 

Ariel intentó con vehemencia seccionar el tejido gelatinoso que unía los cuerpos sin lograr su cometido. Uno, dos, tres intentos y apenas pudo lograr un desgarro superficial, incipiente. 

— Esta tijera no tiene filo — reclamó.

 Hay madres que se aferran a sus hijos, imagina, recuerda a la suya abrazándolo en el terrapuerto días antes cuando partía a cumplir con su servicio médico rural en esa lejana comunidad del interior. Cuídate mucho hijo, no te desabrigues y atento siempre a las tentaciones, insiste ella. Me tengo que divertir un poco también mamá, ¿no crees?, reclama.  ¡Cállate y no hables tonterías! , recuerda a tu compañero que tuvo que casarse tan joven obligado por las circunstancias,

¿acaso quieres truncar tu carrera?; Diego es un idiota, a mí no me chapan mamá.

Evita embriagarte, insiste, allí es cuando te pueden sorprender y te salen con su “domingo siete”. 

— ¡Intenta con la mano izquierda! — interrumpió Anita con una manta tibia sobre los brazos, sacudiéndolo del letargo. Tal vez sea una tijera para zurdos, pensó apremiado por el llanto incesante, el estruendo de las celebraciones, la inquietud de la enfermera, los ladridos de la calle y la mirada de la mujer, deseosa de cobijar a su pequeña. Insistió una vez más sin éxito.

— ¡Maldita tijera! —vociferó. 

                                              *       *      *

Esa noche, Ariel y sus compañeras de posada se despidieron temprano. El cansancio de la jornada se lucía en su parpadeo. Sus primeros días de trabajo rural le quitaron la sonrisa pero no el deseo. Un pasadizo estrecho desde la trastienda de la posta médica conducía al patio, al tendal, al baño compartido, y a las dos habitaciones disponibles para los trabajadores del servicio.

— ¡Ayuda doctorcito, ayuda! La mujer del cantinero está pariendo en su casa — reclamó una voz desde el otro lado del muro. Las maderas del portón se agitaron en varios palmazos. Ariel acudió al llamado de la calle.  Los perros de chacra aullaban al unísono

—Es la Faustina, la mujer del cantinero, está pariendo doctorcito, se le ha venido de pronto. —

Rompió la fuente, imaginó Ariel, recorriendo el pasadizo hacia las habitaciones del fondo. 

— Espera, ahora vamos — dijo, — guíanos hasta allá, en la penumbra nos podemos perder. 

Asomó bajo el precario dintel de una puerta, Ariel alertó a sus compañeras:

— Vamos chicas, tenemos una emergencia. —

Insistió otra vez, una vez más.

Al no recibir respuesta, desplazó con cuidado la puerta chirriante. Sobre la cama, Ana y Cecilia frotaban sus cuerpos desnudos, en un amasijo de piel y sábanas, ajenas a cualquier pudor, iluminadas tan solo por la silueta de un candil. El aroma de sus sexos húmedos impregnaba cada resquicio de la habitación. Como en sus largas caminatas por la puna, Ariel quedó sin aliento.

                                                         *    *   *

— ¿Qué hacemos Ana?—

—Tuércelo un poco, tal vez así se ablande el cordón—

—Ayúdanos Cecilia, consigue algo filudo —

Tras la cortina, la juerga se animaba con danzantes al ritmo de un virtuoso violín.

— ¿Estás loco?, insiste con la tijera. — —Ráspala con la pinza hasta que agarre filo— 

—Rompe una botella y échale alcohol al vidrio. Para algo servirá tanto aguardiente —

—Venga a brindar con nosotros, doctorcito—  reclamaban las voces de la cantina.

— Pídele al padre que te preste un cuchillo, ¡haz algo Cecilia! — insistió la obstetriz.

Cecilia raspó el instrumento sobre la piedra lisa de una pared cuarteada por el hollín. Tenues chispas destellaron desde sus hojas, chispas que iluminaron la profundidad de la noche. Con los anillos atravesados por sus dedos probó cortar el aire denso.

— Inténtalo ahora— dijo, evadiendo el estupor de la parturienta. —El tétanos no habla quechua.

— Mañana mismo buscan un afilador en el mercado — replicó Ariel, sacudiendo su ira.

Ni la polvorosa trocha en la cordillera, ni los rostros marchitos por el sol andino, ni la precaria habitación en el patio de la posta de salud, ni la mano agitada de su madre sobre la ventanilla del autobús; nada había podido anticipar el desafío que Ariel afrontaba esa noche de gemidos y farra, de aguardiente y lactancia, de tijeras y gasas. Las mujeres, con la complicidad de sus miradas furtivas, conservaron la serenidad.

Minutos después, luego de vanos intentos, la tijera finalmente logró cortar el cordón umbilical, se descolgó la placenta tibia, y permitió el abrigo postergado de la  niña que, sobre el pecho maduro de su madre, succionó con dificultad sus primeras caricias.  Ariel se sacó los guantes, arrimó la cortina de yute y se incorporó a las celebraciones entre la algarabía del cantinero que ofrecía sus mejores destilados. En el piso de tierra afirmada quedaron sus huellas sobre un pequeño charco fangoso, acechadas por los perros de chacra que husmeaban con interés la escena.  

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