Gabriela Ferrando Verástegui
Crecí con Emilio Salgari y mi padre culto siempre fue un hombre violento. Aventura y desventura iluminaban mis días. Sus constantes cigarrillos nublaban el ambiente, mis pulmones y los suyos. Sus continuas peleas con mi madre endiablaban mi alma hasta el punto de dejar lágrimas sin caer, rabia acumulada le llaman. Lo quiero, pero no lo soporto.
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Escenario: calle angosta colindante con la Universidad Federico Villareal en el centro de Lima. Hombres desaliñados han montado tiendas con trozos de madera, sillas de estudiante y cartón para vender libros de segunda mano. Padre e hija caminan de la mano mirando las improvisadas estanterías.
Voy a comprar estos libros de Razonamiento Matemático que están de oferta.
¿Puedo llevar esta novela? También es barata.
Sí. La sonrisa paternal llena de agrado a la niña.
El padre entrega las monedas al vendedor, pero cuando termina de hacerlo, otro libro, también de Razonamiento Matemático, llama su atención.
Hombre, quiero este libro mejor. Te lo cambio.
Ese tiene otro costo.
¿Por qué?
Son solo tres soles más.
No, cuesta igual.
Papá agarra el libro del estante, pretende llevárselo sin pagar un céntimo por él. El vendedor le agarra la mano tratando de impedir el robo, pero viene un golpe, luego otro. Una de las sillas toma vuelo, de las caras brota sangre, los libros caen, la niña grita, jala a su padre del brazo para impedir más violencia, este la sacude y ella cae al suelo.
Como si el demonio hubiera reaccionado, papá me ayudó a pararme, tiró los tres soles al suelo y los escupió. El vendedor los recogió. Nos fuimos de la mano, yo llorando, él explicándome que lo que había pasado era por viveza. Años más tarde le dije que en ese episodio él me había dado vergüenza. Él no se acordaba de lo que había hecho.
Los artefactos electrónicos siempre han sido su debilidad. Prefiere gastar dos mil soles en un televisor que usarlos para curar alguna enfermedad. Para eso está el seguro social, que en Perú es una reverenda mierda, la gente se muere en los pasillos. Mi papá también es duro con la comida, pero gasta un buen dinero en ropa. Para él tiene sentido; para mí, no.
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Escenario: Tienda por departamentos, sección de vestuario femenino. Padre abraza a su hija mientras caminan juntos.
Falta poco para tu cumpleaños, elige tu regalo.
No es necesario, papi.
Cómprate esta blusa.
No me gusta.
Llévala, está a buen precio.
No.
Papá saca su billetera y a lo Al Bundy pretende entregarme cincuenta soles a la fuerza, no se los recibo. Intenta ponerme el dinero en el bolsillo. Como no puede, agarra la blusa de mala gana, la paga y me la entrega. Salgo incómoda de la tienda, él me explica que cuando era pequeño su ropa era una maraña de remiendos y que la blusa me va a quedar bien, que debo aceptar lo que él me regala.
Mi mamá dice que mis abuelos se comportaban igual. Me contó que recién casados, vivieron con ellos y el primer día mi abuela se molestó porque mi mamá le sirvió un plato abundante a papá. Le dijo que esa comida era para ricos, no para ellos. Me cuesta creer que sea la misma abuela que, de pequeña, me leía Las Mil y Una Noches, la que hasta hace poco viajaba por el mundo, disfrutando de comidas grandiosas. Mi abuelo, por otro lado, tiraba las cosas por el balcón cuando se enojaba.
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Escenario: Segundo piso de una casa de concreto. Una pareja de esposos discute mientras la esposa plancha una camisa.
La comida estaba horrible.
Hago lo que puedo, tú no mueves un dedo en la cocina.
Yo trabajo.
Yo también. Anda, toma tu camisa.
Está mal planchada.
Plánchala tú.
No.
Papá agarra la plancha caliente, hace ademán de tirarla hacia mi mamá. Ella grita, le agarra el brazo a papá para detenerlo, él se acerca a ella con el artefacto en mano, se balancean. Mi hermana y yo gritamos, que pare. Mi papá tira la plancha al suelo, jala de los cabellos a mamá, le dice que odia que le responda, que es una mierda. Mi mamá le escupe, le dice que es un desgraciado. Él se va, la deja llorando en el suelo. Cuando regresa, mi hermana y yo le hemos armado sus maletas. Están en el balcón, no podemos más.
Toca la puerta, llora, nos explica que mi mamá lo saca de quicio, pero que la quiere, que nos quiere. Dice que algún día nos contará por qué reacciona mal, yo no quiero saber nada. Quiero seguir leyendo novelas.
(FIN/Ensayo General)
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