María Y. Aragonez / César Chaman
Sin contar a la rectora Jeri Ramón en la mesa de honor instalada esta tarde en el antiguo Colegio Real de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Yomira Huamán es la única mujer entre diez varones, durante la sesión de fotos con los fardos funerarios, los ceramios y los restos humanos encontrados en el complejo arqueológico de Cajamarquilla.
Frente a decenas de periodistas convocados por la primera universidad de América, algo en el atuendo de esta joven arqueóloga revela la naturaleza de su trabajo, rodeado de tapiales y cámaras mortuorias al este de Lima: zapatillas blancas con señales de polvo adherido a las costuras, un pantalón negro sencillo –y acampanado, para facilitar el paso– y una blusa de escote cuadrado de color tierra seca.
Firme como algunos de los muros que siguen en pie después de mil años en la ciudadela de barro de Cajamarquilla, sin perder el aplomo, explica a la prensa local e internacional la importancia de sus hallazgos. Pocos saben que sus primeras excavaciones las financió su papá, con los ahorros de la familia. Y si el doctor Julio C. Tello es el padre de la arqueología peruana, la bachiller Yomira Huamán Santillán podría ser, pronto, la bisnieta predilecta.
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Yomira había cumplido cuatro años cuando su familia se mudó a la zona de Cajamarquilla, en los extramuros polvorientos de una metrópoli que cotiza a precios asiáticos el metro cuadrado de terreno para vivienda.
Y desde entonces –como en la geometría fantástica de César Calvo– tenía las tres mitades de todo ser promisorio desde la infancia: curiosa, traviesa e inquieta. La sentaban frente al televisor, con dibujos animados, para que no interrumpiera las labores de la casa con sus preguntas, y ella cambiaba a los canales de documentales y descubrimientos. Allí, con la pantalla de plasma destellando colores chillones, su imaginación volaba sin freno y se veía a sí misma excavando en ese terral que miraba desde su ventana.
La casa de los Huamán Santillán se ubica a escasos 300 metros de un yacimiento arqueológico que, con 167 hectáreas, es el segundo complejo de adobe de mayor dimensión en los andes prehispánicos. Cajamarquilla –o lo que queda de ella– consta de pirámides y estructuras de barro que antes fueron estudiadas por el sabio Tello y otros investigadores, como el estadounidense Adolph Bandelier, a finales del siglo XIX, y el sacerdote Pedro Villar Córdova, en el siglo XX.
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Pasaron cerca de veinte años desde ese aterrizaje familiar obligado en el distrito de Lurigancho-Chosica y Yomira Huamán, graduada con excelencia en la escuela de Arqueología de San Marcos –el jurado le puso 20 a su tesis para optar el grado de bachiller–, es ahora la protagonista de una noticia que ha dado la vuelta al mundo.
La emblemática revista National Geographic, las cadenas de noticias Deutsche Welle (Alemania), CNN (Estados Unidos), BBC (Reino Unido) y Sputnik (Rusia), las agencias EFE, France Presse y Reuters, y diversas publicaciones del ámbito científico, informaron al mundo, a finales del 2021, del notable descubrimiento de una momia con más de 1,000 años de antigüedad en el sitio de Cajamarquilla. Esta momia –bautizada coloquialmente como ‘Chabelo’– corresponde a un hombre que tuvo una alta posición económica y social en el valle medio del río Rímac, en los tiempos previos al Tahuantinsuyo.
Desde el 2021, con su chaleco beige y una gorra tipo bucket del mismo color, Yomira lidera las excavaciones que se realizan en el lugar como parte del trabajo de campo para su tesis de licenciatura en San Marcos. Ella es asistente de investigación del profesor Pieter van Dalen y ambos –ahora colegas– dirigen un equipo formado por voluntarios de su casa de estudios y de la Universidad San Cristóbal de Huamanga.
En febrero del 2022, solo tres meses después del hallazgo de ‘Chabelo’, Huamán y Van Dalen comunicaron el descubrimiento de otros ocho fardos funerarios de niños y doce restos de personas adultas. Y como el conocimiento científico surge de las preguntas, el equipo supo planteárselas de manera atinada: ¿por qué un entierro de niños en las proximidades de la tumba de un adulto poderoso? ¿las mujeres halladas en los alrededores eran las madres de estos niños? ¿por qué, también, restos humanos con señales de muerte violenta? Sabían que una hipótesis aporta no solo cuando el trabajo de campo la valida, sino también cuando la descarta. Por eso el equipo trazó una díada potente de alternativas no necesariamente complementarias: sacrificios humanos o una plaga devastadora en el antiguo territorio con influencias Wari. Una vez más, el tiempo lo dirá.
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En la ceremonia de presentación de los últimos hallazgos en Cajamarquilla, en medio de una nube brillante de flashes y grabadoras de mano, Yomira hace una pausa para dialogar con Ensayo General y reflexiona sobre los impactos de su trabajo, ya apartada del ajetreo que ha tomado por asalto el viejo Colegio Real de San Marcos.
A la altura del omóplato derecho, Yomira lleva una gran rosa dibujada con tinta china. Y sobre la primera de las siete costillas verdaderas del lado izquierdo, a la altura del corazón, deja entrever una frase tatuada que casi nadie podría leer sin pecar de impertinente. Sostiene que es necesario que las autoridades y la empresa privada reconozcan el valor de la cultura –como sucede en México– y que, a partir de ese convencimiento, se podría lograr que el turismo en Lurigancho-Chosica levante y genere ingresos para la comunidad.
De niña, Yomira miraba la huaca con respeto. Al principio, ni siquiera sabía qué era la arqueología. Pero cuando terminó el colegio, decidió postular a esta carrera enfrentándose sola a una serie de mitos y prejuicios recurrentes: “No vas a conseguir trabajo”, “Es una profesión rara” o “Es sólo para hombres”. Ingresó a la Decana de América y, desde ese momento, nadie ha podido contener su afán por explorar la historia, encarnada por lo general en esqueletos incompletos, en trozos de textiles y ceramios y en estructuras ‘huaqueadas’ sin atenuantes. Para ella, la arqueología es “una de las carreras más lindas del mundo”.
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Me he criado frente a sitios arqueológicos, relata Huamán Santillán, como un preámbulo delicado para agregar que fue su ilusión de cambiar las cosas lo que la decidió a apostar por Cajamarquilla: “Crecí aquí y el lugar se estaba perdiendo”, añade. Entonces, centró sus esfuerzos en la investigación de su entorno.
Yomira se declara “una hija neta de la educación pública”: estudió en un colegio nacional la primaria y la secundaria y, después, llegó a San Marcos. Se declara una apasionada de la investigación: cuando tuvo la oportunidad de optar por un bachillerato automático autorizado por ley, se inclinó por hacer una tesis. “Quería tener la sensación y la experiencia de sostener una tesis”, subraya, con una sonrisa de satisfacción, recordando que se presentó a un concurso interno en la universidad y obtuvo el primer lugar entre sus compañeros de carrera.
Con el financiamiento que recibió en ese concurso, auspiciado por el Vicerrectorado Académico de San Marcos, pudo terminar y sustentar la tesis “Cajamarquilla: identificación de su máxima extensión a través de la arquitectura del tapial en el periodo intermedio tardío”. El jurado le otorgó el máximo puntaje.
Como asistente del profesor Van Dalen, ha trabajado en diferentes regiones del Perú. “En Huaral, hemos descubierto más de 600 sitios arqueológicos que no estaban reconocidos por el Ministerio de Cultura”. Para lograrlo, recorrieron 27 comunidades. “¡Fue un trabajo sacrificado –enfatiza–, pero valió la pena!”.
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“Cajamarquilla me vio crecer y yo quería trabajar aquí. Con lo que ahorré trabajando en mis tiempos libres, y gracias al apoyo de mis padres, me puse el objetivo de iniciar las excavaciones –recuerda Yomira–. Por cierto, nada se compara con esa sensación bien ‘bacán’ de descubrir algo, de encontrar algo debajo de la tierra”.
En el 2020, la pandemia del coronavirus terminó de pintar de rojo el globo terráqueo y las disposiciones para el aislamiento social obligatorio le cortaron toda posibilidad de postular para algún fondo de ayuda a la investigación. “Conseguí el apoyo del doctor Pieter van Dalen y la ayuda de la Universidad para que me acompañaran en las excavaciones; gracias a ello se logró la participación de voluntarios”.
“Trabajé duro, trabajamos en equipo, tenía la certeza de que en la ciudadela había algún cementerio, pero jamás imaginé que estos hallazgos darían la vuelta al mundo”, confiesa la arqueóloga. “¿Qué me espera en el futuro? –repite la pregunta, para ganar un par de segundos–. Continuaré trabajando, estoy buscando fondos o becas para hacer una maestría; pero seguiré con las excavaciones hasta darle valor al espacio y ayudar a mi comunidad de Lurigancho-Chosica”.
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El valor del trabajo que lidera Huamán Santillán en Cajamarquilla está en la verdad de un pasado que se desvela por capas y que sorprende tanto como la revelación de que ella y su familia tuvieron que financiar parte de las excavaciones.
Yomira Silvia agradece el apoyo del profesor Van Dalen y de San Marcos, pero su rostro se torna adusto cuando recuerda que ha sostenido no una sino muchas reuniones con las autoridades municipales de Lurigancho-Chosica para pedirles ayuda. Ayuda no para ella, sino para una comunidad que necesita aprender a sopesar la importancia del legado que descansa bajo sus pisadas –con carácter de urgencia–, antes de que se pierda para siempre.
(FIN/Ensayo General)
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